El último baluarte

La luz titilaba como una estrella más en el único ventanuco del desvencijado torreón. Antaño fue la más alta y gloriosa torre, el bastión más renombrado de todo el reino, el último refugio de los desamparados y el ojo del mismísimo rey en forma de atalaya de piedra. Hoy era un castillo de naipes.

La habitación entera era una biblioteca en cataclismo. Iluminados por centenares de velas que daban al cuartucho un resplandor anaranjado, había montones de libros apilados de cualquier manera en equlibrios tan precarios como el del torreón que los contenía. Aquí y allá destacaban códices abiertos que, simulando ser el perfecto anfitrión, eran capaces de robar el alma a un lector descuidado. Páginas y pliegos revoloteaban por el cuarto cuando el viento helado se filtraba por las rendijas de las piedras. Horrendas ilustraciones de indescriptible naturaleza parecían cobrar vida bajo el palpitar de los cirios. Y, en medio de este caos de sapiencias prohibidas, un hombre se desvivía.

Seco y carcomido por la edad peinaba calva desde hacía muchos años, y la barba blanca, enhiesta como un matojo de alambres, le crecía en todas direcciones de forma deshilachada. Tenía las cejas chamuscadas, fruto de un negligente uso de las velas para leer sus libros, y vestia una túnica sucia amarrada con un cordón que hacía las veces de cinturon de forma mas o menos pasable. Amplias ojeras amoratadas le devoraban los ojos.

El desgastado hombrecillo recorría el perímetro de la habitación de forma maquinal, murmurando incoherencias que tal vez ni siquiera él entendía. Cada vez que se encontraba con uno de los libros que había estado leyendo daba un respingo, se frotaba la cara con las manos y cambiaba de dirección, cabeceando. El pobre vejestorio había pasado ya tres días sin pegar ojo y advertía que estaba perdiendo denotadamente la salud y el juicio.

Pero estaba seguro de que no podría enfrentarse a su mente si se dormía.

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